Felipe IV: ¿la gloria tardía de España o un lento declive?

A menudo se considera que la personalidad de Felipe refleja el declive de España como gran potencia. Se supone que bajo su mandato la corte española fue un hervidero de búsqueda de placeres, favoritismo desenfrenado y corrupción generalizada.

Sin embargo, algunos biógrafos han visto en este miembro de la dinastía de los Habsburgo a una persona íntegra y a un monarca bienintencionado e inteligente que estaba mejor preparado para el cargo real que su padre. Según su opinión, fue gracias a él que España pudo conservar al menos la fachada de una Gran Potencia y que se frenó su decadencia.

Como rey Felipe hizo intentos desesperados -y en su mayoría infructuosos- por preservar la autoridad de España en Europa. Tras un largo período de paz que duró doce años y que fue resultado del agotamiento de los dos adversarios, los combates volvieron a estallar en los Países Bajos. Las provincias del norte, independientes de facto como los Estados Generales desde 1581, volvieron a ser atacadas. Sin embargo, estas últimas habían aprovechado mejor el periodo de paz para reunir sus fuerzas que el inmanejable coloso de España. El resultado de este intento fallido de España por someter a las provincias del norte fue que Felipe se vio obligado a reconocer finalmente su independencia en la Paz de Westfalia de 1648.

La relación de España con Inglaterra, su más importante rival como potencia naval, evolucionó al principio de forma positiva. Se planeó un cierto acercamiento con el matrimonio de la hermana de Felipe, la infanta María Ana, con el heredero al trono, Carlos. Las oscuras intrigas y la negativa final de Felipe a permitir que una princesa española se convirtiera en la esposa de un protestante ofendieron a la corte inglesa. Tras su ascenso al trono, Carlos I aplicó una política enfáticamente antiespañola que continuó tras su ejecución por Oliver Cromwell. El objetivo de esta política era mantener una batalla constante con la armada española, aunque en realidad se limitó a amenazar los puertos marítimos y a capturar sistemáticamente los barcos que llevaban suministros de plata a España.

El mayor enemigo de España durante esta época fue Francia, que entró en la Guerra de los Treinta Años en 1635. El motivo fueron los éxitos del ejército imperial en el Imperio, que recibió apoyo diplomático y financiero de España, contra los electores protestantes. Francia se alió con Suecia, Holanda y Saboya, declarando la guerra a España para aliviar a sus aliados en el Imperio. Los Habsburgo se vieron así atrapados en una guerra en dos frentes, y sus éxitos iniciales se convirtieron en derrota: la dinastía se hizo dolorosamente consciente de los límites de las fantasías de omnipotencia de los Habsburgo.

En esta difícil situación, España se vio sumida en una crisis. El poder real central se enfrentó a rebeliones en varias partes del reino contra los prohibitivos impuestos recaudados para cubrir los crecientes costes de la guerra en un momento de dificultades económicas. El peor revés para España fue la secesión de Portugal en 1640, que Felipe se vio obligado a aceptar, al carecer de las fuerzas necesarias para impedirla.

Habiendo llegado al punto de agotamiento político, militar y económico, Felipe se vio obligado a concluir la Paz de los Pirineos con Francia en 1659. El tratado fue muy desfavorable para España, ya que sellaba la pérdida de la hegemonía europea en favor de Francia, a la que había que hacer concesiones territoriales adicionales. Para el rey francés Luis XIV fue un triunfo.

Para asegurar la paz en términos dinásticos la hija mayor de Felipe, María Teresa, fue casada con el Rey Sol. Las futuras reclamaciones francesas sobre la herencia española se fundamentaron en la inminente extinción de los Habsburgo españoles: los hijos que nacieron de Felipe tenían constituciones débiles y había dudas sobre si sobrevivirían.

La paz fue de corta duración. Los incumplimientos ostensibles de varios términos del tratado de paz (entre ellos, la cuestión de la dote de María Teresa) hicieron que se reavivaran las hostilidades. España perdió aún más terreno: la Paz de Nijmwegen en 1678 supuso grandes pérdidas de territorio, con el Franco Condado y partes de los Países Bajos españoles cayendo en manos de Francia. La subsiguiente Guerra de las Reuniones provocó nuevas pérdidas, ya que los planes expansionistas de Luis XIV definían el Rin como la «frontera natural» de Francia. Empezó a ser evidente que la línea austriaca pronto haría valer su pretensión de asumir el liderazgo de la dinastía.

Exhausto mental y físicamente, el rey Felipe IV murió a la edad de sesenta años en 1665, dejando una Gran Potencia en declive a su hijo de cuatro años, Carlos, cuyo desarrollo daba pocas esperanzas.

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