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La microbiota intestinal humana es una comunidad compleja compuesta por una miríada de especies bacterianas. La alteración de la homeostasis en la comunidad microbiana del intestino delgado puede tener importantes consecuencias clínicas, entre las que destaca el sobrecrecimiento bacteriano del intestino delgado (SIBO); una situación en la que las bacterias están presentes, no sólo en mayor número, sino también en una distribución más comúnmente asociada al colon. Clásicamente, el SIBO era reconocido como una causa importante de mala digestión y malabsorción; más recientemente, el SIBO ha sido implicado en una variedad de escenarios clínicos que van desde la enfermedad del hígado graso no alcohólico hasta la diarrea inexplicable y el síndrome del intestino irritable (SII). Tradicionalmente, la SIBO se definía clínicamente sobre la base de cultivos cuantitativos de aspirados yeyunales, considerándose diagnóstica la presencia de más de 105 unidades formadoras de colonias (ufc)/ml de aspirado yeyunal proximal1. Este enfoque, debido a su naturaleza invasiva y a los costes resultantes, ha caído en desuso y, en la práctica clínica, ha sido sustituido por cultivos de aspirados duodenales obtenidos a través de un endoscopio o, más comúnmente, por pruebas de hidrógeno en el aliento (HBT) realizadas utilizando sustratos como la lactulosa o la glucosa. A pesar de su facilidad de realización y de su aceptación por parte de los pacientes, las pruebas de hidrógeno en el aliento han sido criticadas por su considerable variabilidad en cuanto a la sensibilidad y la especificidad, así como por su incapacidad para detectar el sobrecrecimiento bacteriano en los tramos más alejados del intestino delgado y por su incapacidad para detectar el sobrecrecimiento de bacterias no productoras de H22,3. En la actualidad, no hay consenso sobre cómo definir una prueba de aliento anormal, y no hay acuerdo sobre la duración óptima de la toma de muestras ni sobre el mejor nivel de corte para definir una prueba positiva3. La falta de un «patrón oro» aceptado para la definición clínica de la SIBO, especialmente, en un escenario clínico no clásico, representa un reto importante para el clínico.

En el tratamiento del paciente con SIBO la atención debe dirigirse en primer lugar a la detección y eliminación, cuando sea factible, de cualquier causa subyacente y, en segundo lugar, a la corrección de cualquier deficiencia nutricional resultante. Lamentablemente, en muchas situaciones no se puede encontrar una causa subyacente o, si está presente, revertirla; por lo tanto, para muchos pacientes la terapia se centra en la supresión de la SIBO per se. Tradicionalmente, este último enfoque se ha basado en el uso de varios regímenes de antibióticos, normalmente de amplio espectro, siendo la norfloxacina, la tetraciclina, la ciprofloxacina, el metronidazol y la doxiciclina las opciones más populares3. Hay que admitir que las estrategias antibióticas en la SIBO, ya sea un tratamiento único, un programa rotativo o una terapia continua, se deben más al empirismo que a una base de pruebas, ya que ha habido pocos ensayos de alta calidad de cualquier régimen en esta condición. Aunque los estudios más recientes con el antibiótico rifaximina, de escasa absorción, han proporcionado más orientación sobre la dosis óptima y la duración del tratamiento2,3, los ensayos empíricos con antibióticos de amplio espectro siguen siendo la norma en el tratamiento de la SIBO. No es de extrañar que, debido a la falta de una base de pruebas adecuada, la elección de los antibióticos, su dosis y el calendario de administración, así como la duración del tratamiento, carezcan de estandarización. Además, el tratamiento a largo plazo con la mayoría de los antibióticos de amplio espectro mencionados puede complicarse por la escasa tolerancia de los pacientes (y, por tanto, por los problemas de cumplimiento), la alteración de la microbiota comensal, la diarrea asociada a los antibióticos (incluido el riesgo de enfermedad asociada a Clostridium difficile), el desarrollo de resistencia a los antibióticos y el potencial de colonización de rebote una vez que se suspende el antibiótico1,4.

Por todas estas razones y dada su capacidad para repoblar la microbiota, no debe sorprender el considerable interés que ha suscitado recientemente el uso de probióticos y prebióticos en la SIBO. Los probióticos son organismos vivos, incluidas las bacterias lácticas y las levaduras no patógenas, que aportan beneficios a la salud del huésped4. Sobre la base de un volumen considerable de estudios de laboratorio, se han identificado diversos mecanismos por los que se pueden conferir dichos beneficios: competencia con patógenos, producción de bacteriocinas, inhibición de la translocación bacteriana, mejora de la función de barrera de la mucosa, regulación a la baja de las respuestas inflamatorias, efectos metabólicos, modulación de las respuestas motoras y sensoriales del intestino y señalización entre las bacterias luminales, el epitelio intestinal y el sistema inmunitario1,4. Aunque los ensayos de alta calidad sobre probióticos en cualquier indicación clínica siguen siendo limitados, se han descrito beneficios con cepas específicas en una serie de trastornos comunes como la enfermedad inflamatoria intestinal, el síndrome del intestino irritable y la diarrea asociada a los antibióticos. Sin embargo, los estudios sobre los probióticos en la SIBO han sido limitados; no obstante, se han aportado algunos estímulos. Por ejemplo, Gabrielli y sus colegas5 aportaron algunos datos prometedores de un estudio sobre el Bacillus clausii, que produjo una tasa de normalización de las pruebas de hidrógeno en el aliento comparable a la de los antibióticos. En otro estudio, aunque pequeño (N=12), tanto las cepas de Lactobacillus casei como las de L. acidophilus cerela demostraron su eficacia en el tratamiento de la diarrea crónica relacionada con el sobrecrecimiento bacteriano6; otros mostraron su eficacia en términos de beneficio sintomático entre los pacientes con SIBO y distensión intestinal funcional7. Sin embargo, estos y otros estudios son difíciles de comparar debido a las diferencias en las poblaciones de estudio, las especies probióticas y los resultados clínicos, y la interpretación de todos los estudios en el área se ve obstaculizada por los números pequeños y las deficiencias en el diseño y la interpretación de los estudios.

El estudio de Khalighi y sus colegas8 en este número representa una valiosa adición a la literatura y también sirve para arrojar algo de luz nueva sobre el papel de los probióticos y prebióticos en el tratamiento del SIBO. En este estudio, los pacientes con síntomas sugestivos de SIBO fueron sometidos a pruebas para detectar su presencia mediante una HBT de lactulosa. Se identificaron 30 pacientes con un HBT positivo, todos ellos tratados durante tres semanas con un antibiótico oral de amplio espectro. Al final de este periodo de tratamiento, se distribuyeron aleatoriamente, en lo que se describió como un método de doble ciego, en dos grupos: uno para recibir una preparación sinbiótica (Lactol, una fórmula patentada que combinaba el probiótico Bacillus coagulans con prebióticos en forma de fructo-oligosacáridos) durante 15 días de cada mes, seguida de minociclina durante los 15 días restantes, y el otro para recibir minociclina durante los primeros 15 días de cada mes, sin tratamiento durante los 15 días restantes; cada grupo fue tratado y seguido durante seis meses. Al final de los seis meses, se repitieron las evaluaciones de HBT y de los síntomas y se compararon con las iniciales. Se observó que los integrantes del grupo probiótico presentaban una reducción significativa del dolor, la hinchazón, los eructos y la diarrea en comparación con el grupo de control. De hecho, todos los del grupo de probióticos informaron de la resolución completa del dolor abdominal en comparación con sólo 7 de 15 en el grupo de sólo antibióticos. Otros síntomas evaluados fueron las náuseas, los vómitos y el estreñimiento, que mejoraron de forma similar en ambos grupos. Por último, se observó que el HBT posterior al tratamiento fue negativo en el 93,3% de los del grupo de probióticos en comparación con el 66,7% del grupo de sólo antibióticos; una diferencia que, en contraste con las respuestas a los síntomas, no fue significativamente diferente. Se podría especular con la posibilidad de que se tratara de un error de tipo II.

Hay varios aspectos novedosos en este estudio que lo hacen interesante: el uso de un sinbiótico, la rotación del sinbiótico con el antibiótico y una larga duración del seguimiento. Empíricamente, en un esfuerzo por minimizar la exposición a los antibióticos y contrarrestar el impacto de los antibióticos de amplio espectro en el microbioma comensal, los clínicos han seguido un curso de antibióticos con un probiótico; este estudio proporciona ahora una base sólida para este enfoque. También es evidente que la inclusión del sinbiótico aumentó el impacto clínico del antibiótico y puede haber aumentado la probabilidad de erradicación de la SIBO. Además, y a diferencia de muchos estudios anteriores, el de Khalighi y sus colegas8 incluyó grupos de estudio bien emparejados y fue prospectivo y aleatorio. Sin embargo, podría cuestionarse el doble ciego de los grupos, ya que sólo uno de los dos grupos recibió algún tipo de tratamiento en la segunda mitad de cada mes. Otras limitaciones son una población de estudio relativamente pequeña, de sólo 30 pacientes, la aparente heterogeneidad de los sujetos incluidos, que supone un cierto reto en la aplicación de este estudio a otras poblaciones, y la dependencia de la prueba de hidrógeno en el aliento con lactulosa para diagnosticar la SIBO. Dada la elevada tasa de falsos positivos asociada a esta prueba2, es posible que algunos de los pacientes no tuvieran realmente SIBO al inicio del estudio. La falta de información detallada sobre los antibióticos utilizados en las «tres semanas de terapia agresiva con antibióticos de amplio espectro» también es problemática, ya que es teóricamente posible que los resultados finales de las diversas terapias de mantenimiento reflejaran la eficacia del curso inicial de tres semanas de antibióticos y no los seis meses posteriores de minociclina sola o en combinación con el sinbiótico; una prueba de aliento al final del período inicial de tres semanas habría ayudado a abordar esta cuestión, al igual que la información sobre los regímenes antibióticos exactos utilizados.

A pesar de estas deficiencias, el estudio de Khalighi et al8 ha demostrado, no sólo la mejora, sino la resolución de los síntomas gastrointestinales clínicamente relevantes de la SIBO con un régimen que incorporaba un producto sinbiótico. Esto, por primera vez, refuerza el enfoque empírico de seguir la terapia antibiótica con un probiótico, prebiótico o simbiótico en el tratamiento de pacientes con, o se sospecha que tienen, SIBO9. Aunque se trata de un estudio piloto, como tal señala el camino hacia estudios más amplios y definitivos, que podrían incluir marcadores objetivos adicionales del impacto del SIBO. Los biomarcadores de inflamación, como la velocidad de sedimentación globular (VSG), la proteína C reactiva (PCR) o la calprotectina fecal, de la función de barrera intestinal, como las medidas de permeabilidad, o una evaluación directa del impacto de las distintas terapias en la microbiota intestinal serían interesantes y podrían complementar los datos más bien subjetivos derivados de los cuestionarios, que también pueden estar sujetos a un sesgo de recuerdo. Además, sería interesante y clínicamente importante definir el riesgo relativo, entre las distintas estrategias de tratamiento, de colonización de rebote o de reaparición de síntomas al final del periodo de tratamiento.

Dados los diversos efectos adversos potenciales asociados con el uso de antibióticos y los cursos prolongados de antibióticos, en particular, la definición de un papel terapéutico (ya sea en la terapia inicial, el mantenimiento de la erradicación/supresión de la SIBO, o en la prevención de los efectos no deseados de los antibióticos) para los probióticos y prebióticos en la SIBO representaría un importante paso adelante.

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